September 24, 2023

Iban siendo las tres de la tarde...

 

Iban siendo las tres de la tarde…

 

Luis Julián Salas Rodas (*)

Clistófanes Bermúdez Linero acercó un taburete de vaqueta hacia una mesa ocupada por un somnoliento parroquiano.

 - ¿En qué mes del año estamos? – Preguntó, no porque le interesaba poner tema de conversación, sino porque en realidad lo ignoraba.

 - A lo mejor en uno de tantos- Respondió el parroquiano.

 - Sí, debe ser uno de tantos, pues los puercos empezaron a parir y el cura a echar agua bendita en la casa de los pecadores. Esta mañana me levanté mojado y con olor a sacristía, dijo Clistófanes.

La cantina del pueblo era un lugar propicio para las siestas cotidianas de los pobladores. De sus paredes colgaban unos almanaques de años remotos con fotografías en colores de hermosas mujeres rubias en trajes de baño. Las telarañas recubrían los rincones y las vigas del lugar.

El mostrador de don Clímaco, el cantinero, era un armatroste de madera y vidrios. Era allí donde, sin explicación lógica, se reflejaban las estrellas y la luna.

Clistófanes era un hombre de mediana edad, delgado, canoso, de andar lento y hablar pausado. Hijo único. Siempre, impecable, vestía de camisa blanca larga, de puños, medias de rombos, cinturón de cuero, pantalón gris y mocasines negros. Y lo distinguía el portar siempre un corbatín verde que hacía juego con el color de su sombrero. Le gustaba el verde por ser el color asociada a la virtud teologal de la esperanza, de la renovación de la  salvación del alma para la vida eterna. 

Un músico con voz destemplada y rasgando su guitarra irrumpió en la cantina. Los clientes se molestaron y el músico se percató de ello y dejo de cantar y tocar. Puso su guitarra contra una pared y tomo asiento al lado de Clistófanes.  

El único modo de sentir frio es encerrarse en dentro de un escaparate, pero se corre el riesgo de asustarse a uno mismo, dijo el parroquiano que exhalaba un tufo alcohólico.

Así es, contestó Clistófanes, el frío no ha vuelto a asomarse por aquí. Hace rato que los indios se fueron y cargaron con él. Clistófanes aproximó un vaso a medio llenar, un líquido verdoso, a su boca. Bebió su trago en pequeños sorbos cómo si fuese el último o el primero que se tomara en la vida.  

El parroquiano despertó de su modorra. Sus manos toscas delataban que nunca había escrito en una máquina de escribir Rémington.

- ¡Y desde eso este pueblo es un carajo!, dijo, golpeando la mesa con los nudillos de su mano zurda.

 El músico lo interrumpió, al tiempo que se enjugaba el sudor de su frente con un pañuelo tan arrugado como la ropa que traía puesta.

- Pero según el cura el pueblo se convirtió en una sucursal del cielo porque aquí todo el mundo vive en paz con dios, con el diablo y con sus semejantes.

- ¿Menos yo!, exclamó Clistófanes. Todo esto no es más que una ilusión, algo así como una pompa de jabón que cuando la tocas estalla. Lo malo es que son muchas ilusiones juntas. Los ojos le centellaron por un instante, pero no tardaron en recobrar esa mirada lánguida y angustiada de la gente acostumbrada a la pobreza.

- Te estas enloqueciendo, Clistófanes. El músico se levantó con prisa directo al excusado. 

Clistófanes tomó de una percha su sombrero encintado. Una tenue luz amarilla emanaba del mostrador. Luego apuró el paso hacia la calle. Como de costumbre una brisa polvorienta circulaba por el pueblo. Afirmó bien el sombrero sobre su cabeza y contrajo a causa de la brisa las angulosas facciones que junto a sus arrugas le configuraban el rostro.

Los habitantes del pueblo, tanto hombres como mujeres, usaban sombreros verdes a toda hora y en todo lugar. Desde que los indios partieron con llevándose el frio en sus espaldas los rayos solares fueron más intensos, más penetrantes.

 Clistófanes caminaba lento hacia su casa en medio del viento que levantaba finos granos de polvo. Siente uno que le entierran como mil agujas, dijo para sí.

Su casa, cuyo frente era una puerta y una ventana, ambas desconchadas por el calor y el tiempo. Parado allí, quieto y en silencio, dejó que los recuerdos se cruzaran en su mente imprecisos y en desorden. Las manos y los pies le temblaban como un presagio de que algo inevitable iba a suceder. No entró a la casa.

En las calles se veía una que otra persona que inmóviles y ajenos al momento permanecían recostados en las paredes bajo los aleros. Después de un largo rato Clistófanes dobló la esquina de la cuadra y se encontró con las mismas caras amorfas de sus vecinos y el viento enervante de siempre.

- Ya no sé a qué huele y sabe una naranja. Seguía, en vano, buceando en sus recuerdos tratando de ordenarlos. Siguió andando por andar, sin rumbo hasta que se hizo la siguiente pregunta:  

 - ¿Cómo principio todo esto? Todo empezó cuando el cura y el alcalde, hermanos gemelos, les dio por construir la catedral. “Ella hará que vengan miles de peregrinos de todos los lugares del mundo y quizás el mismo papa a bendecirla y oficiar misa solemne, Además quedaremos incluidos en el mapa del país con un puntito más grande. Se abrirán nuevos negocios y el dinero circulará como los chismes y este pueblo dejará de ser un pueblo cualquiera y será uno muy importante. La antigua iglesia fue demolida para dar lugar a la catedral y para ello contaron con el permiso y el apoyo del señor obispo que le entusiasmo el proyecto de tener una catedral en su jurisdicción.

Al principio los habitantes adoptaron una actitud de indiferencia y desdén a la iniciativa del cura y el alcalde, pero todo cambio el pueblo amaneció impregnado de cenizas y con un olor a incienso todos empezaron a colaborar en su construcción, unos con dinero y otros con sudor y ampollas en las manos. Un famoso y reputado arquitecto elaboró los planos y dirigió al principio los trabajos, pero no terminó porque no pudo soportar el calor y las picaduras de los zancudos. Otro arquitecto, menos famoso y reputado, la concluyó después de varios años. Mientras tanto el cura oficiaba el culto religioso en un templo parroquial aledaño.

Pero a medida que avanzaba la edificación de la catedral raras transformaciones en las personas y en los objetos se fueron sucediendo en el pueblo. La luna y las estrellas perdieron el brillo y dejaron de reflejarse en el mostrador de la cantina de don Clímaco. Las mujeres dejaron de concebir y de parir. Las nalgas aumentaron de volumen y las cinturas, por el contrario, se les estrecharon. Los senos quedaron reducidos al tamaño de una taza de café. Los niños y niñas dejaron de ser la alegría, las risas y el bullicio de las calles. El retraimiento ocupo el lugar de los juegos.

Muchas familias, con toda su parentela, mascotas, enseres, muebles y trebejos se largaron del pueblo para siempre. Ni el toque de queda después de las siete de la noche, ni la amenaza de las excomuniones. Ante la inutilidad de las medidas que no impedían el éxodo el alcalde y sus secretarios empacaron también y se marcharon dejando al pueblo sin la presencia de autoridades.  

A pesar de todos los contratiempos la catedral fue concluida. El cura no se fue como su hermano gemelo, pero fue perdiendo el juicio y la razón. Comenzó a recorrer, solo, las calles del pueblo ataviado con la casulla del alba, la estola y el repique de una campana.

Se quedaron en el pueblo los que no tenían familia, ni a donde ir, ni nada de importancia para empacar. Clistófanes, fue uno de ellos. Soltero, sin descendencia, sin novia ni amante, carecía de motivos para irse. No temía a la soledad, a la vejez ni a la muerte. Tampoco soñaba ni mucho menos tenía pesadillas, Desde pequeño había manifestado el deseo de llegar a ser sacerdote y lograr la santidad para que una vez fallecido su cuerpo quedase incorrupto y no ardiera en las llamas del infierno, como le dijo a su padre cuando a escondidas se comió una caja llena de uvas pasas y hubo de permanecer tres días sentado en un sanitario a causa del vómito y la diarrea. Principió su carrera eclesiástica de monaguillo en su pueblo y la terminó de sacristán y recolector de ofrendas en las misas ante la escasez de recursos de su padre para costear sus estudios y permanencia en el seminario mayor de la diócesis.

Durante treinta años se levantó todos los días con la luz del aba y el canto de los gallos para tocar las campanas de la primera misa, y al atardecer esperaba la salida de los fieles de la última misa para cerrar las tres puertas, de las tres naves, de la iglesia.  

 Sí, después de tantos años de sacristán todavía recordaba, con dolor en las tripas, haberse comido una caja entera de uvas pasas. El cura, antes de perder la cordura, le había prometido que de llegar a concelebrarse la misa pontificia en la catedral le sería concedido el privilegio de ser el acólito principal de su Santidad. Pero desde el día que escuchó una conversación entre los gemelos, el cura y el alcalde sobra la manera en que habrían de  cobrar las comisiones a los vendedores de artículos religiosos, y repartir  los dineros de las ofrendas de los peregrinos se fue diluyendo, en su interior, su vocación de sacristán como el azúcar en un vaso de agua.  La decepción fue profunda tanto así que dejo de importarle si su cuerpo una vez fallecido dejara de ser incorruptible.

Clistófanes seguía caminando y cavilando por las calles mil veces recorridas. Aún le costaba el acostumbrarse al sudor pegajoso y la capa de polvo que cubría la superficie de las cosas. Unos puercos dormitaban bajo la sombra de un árbol. La esterilidad de las mujeres contrastaba con la fecundidad de los marranos. Entraban a las casas deshabitadas con sus crías. La ausencia de frio y las escasas lluvias beneficiaba a los moradores de no tener que padecer de reumatismo y gripas. 

Sus pasos lo acercaron al parque principal del pueblo. Aun el reloj de la catedral no daba las tres de la tarde. Descansó su cuerpo en una banca al frente de la catedral. Se puso a observarla con detenimiento: grandes puertas de madera, dos torres rematadas por dos cruces, dos campanarios, un órgano tubular con pedales de Alemania y el reloj, de números romanos, traído de la comuna de Neutachel, Suiza, colocado en el medio de las torres. La  catedral, dedicada al culto del misterio de la Inmaculada Concepción, fue terminada con su altar de mármol de Carrara, lo mismo que su pulpito, dos capillas later



ales, sus bancas de madera, pila bautismal, luminosos vitrales laterales con imágenes de santos y el piso de granito pulido. El pueblo y la catedral se quedaron esperando la visita papal, que nunca vino y por eso en la catedral no llegó a celebrarse misas o algún oficio religioso. Sin embargo, era visitada por turistas para conocerla. Una catedral enorme, desproporcionada para un pequeño pueblo.





Clistófanes recordó que cuando los fondos para la terminación de la catedral fueron escaseando se intensificaron los convites, los reinados de belleza, los altares de San isidro, las fiestas en las calles, las rifas, los bingos. Los curas de los pueblos vecinos colaboraron con parte de las ofrendas de las misas. Hasta las damiselas de la noche aportaron un porcentaje de su pago como contribución voluntaria.

Volvió a mirar el reloj de la catedral. Tres sonidos marcaron la tres en punto de la tarde. Un fuerte viento levantó más polvo y la hojarasca de las calles. Golpes secos de puertas y ventanas se oían, como también se escuchaban los chillidos de los marranos y el doblar de las campanas de la catedral. El reloj se detuvo. Y de repente comenzó a llover y a llover como no sucedía por muchos años. Un ruido telúrico estremeció los cimientos y los muros de la catedral implosionando hacía adentro. Nubes de polvo envolvieron el parque y las calles adyacentes. Clistófanes se paró de la banca, alejándose, y cubriendo la cara con las dos manos. Al despejarse las nubes de polvo abrió los ojos. La lluvia ceso. Vio que no quedaba ni las ruinas de la catedral. En su lugar observó una pequeña capilla de madera, con techo de paja, idéntica a la primera construcción cuando se fundó el pueblo. Y al pie de la puerta el cura inmóvil, atónito, boquiabierto. Alrededor de la capilla los cerdos que murieron reventados quedando sus cadáveres dispersos en medio de charcos de sangre. Clistófanes volvíó a tomar asiento en la banca del parque, de frente a la emergente capilla que miraba impasible, sin asombro, como si lo acontecido no hubiese sido algo catastrófico sino esperado. 

Un bus con turistas peregrinos hizo su arribo al parque. Los pasajeros se bajaron con asombro e incredulidad. Esperaban conocer una catedral y en vez de eso se encontraron con una humilde capilla doctrinera. Al verlos descender Clistófanes sintió que su cuerpo se achicaba, que envejecía. Miró sus manos: sus largos dedos eran las de un anciano venerable. ¿Qué le paso a mi cuerpo? Se preguntó. Me siento como una uva pasa de las que comí en mi niñez. Entonces comprendió, de una, que el tiempo y el espacio eran otros.

Los pocos habitantes que aún quedaban en el pueblo se congregaron en el parque. Asombrados y en silencia tratando de hallar un motivo o explicación lógica a lo sucedido. El músico rasgaba su guitarra con una melodía triste, fúnebre. Al igual que Clistófanes, pensaban, mas no lo decían, que el derrumbe de la catedral era un mensaje, un castigo divino por la soberbia, la falta de humildad y la codicia del cura y el alcalde por construirla no para fomentar el culto a la virgen de la Inmaculada Concepción, sino por el deseo de enriquecerse con las ofrendas de los peregrinos y las comisiones a los comerciantes.  

- Oiga, usted, dirigiéndose a Clistófanes: ¿Dónde puedo encontrar un hotel o una pensión para alojarme y dejar mis maletas? Como ve acabo de llegar de un largo viaje y estoy muy cansado. La voz vino de atrás. Clistófanes se volteó a mirarlo. El peregrino, un señor con un sombrero blanco y de gafas oscuras aguardaba con impaciencia la respuesta.

- Ahora ya no lo sé, le contestó Clistófanes. Pero si quiere puede ocupar cualquiera de las casas deshabitadas que pululan en el pueblo.

 - ¿A propósito, no ha visto usted por ahí un sombrero verde? 

  


         (*) Cuento publicado en el periódico estudiantil El Globo del Colegio San Ignacio de Loyola de Medellín, Colombia, cuando cursaba el último año de bachillerato.  Año: 1975

 Dibujos: Pablo Emilio Castaño Yepes, estudiante, compañero de salón..