El Expreso del Sol: un viaje familiar en tren,
maravilloso e inolvidable, entre Medellín y Santa Marta
Por:
Luis Julián Salas Rodas
En alguno de los muchos libros que el filósofo español Fernando Savater ha escrito hay una frase que se me quedó grabada en mi mente: la mejor herencia que los padres le podemos dejar a nuestros hijos son los buenos recuerdos. Muy cierto. Se dice que la memoria es la gratitud del corazón. El viaje en tren en el Expreso del Sol, de Medellín a Santa Marta, fue un gran regalo que nuestro padre nos hizo. Regalo que siempre se lo agradecimos. Esta remembranza del Expreso del Sol fue un buen motivo para recordar la vida de mi padre y su familia samaria de origen.
Con seguridad la lectura de esta crónica literaria evocara gratos recuerdos y reminiscencias a personas de mi generación, incluso mayores, que también tuvieron la oportunidad de viajar en familia o con sus amistades en el Expreso del Sol. Y para aquellos que no viajaron en él o nacieron después del fin de los servicios del Expreso del Sol la crónica los ilustrará de cómo se realizaba.
En 1962 se inauguró en Colombia el Expreso
del Sol. Un servicio de tren de pasajeros entre las ciudades de Medellín,
Bogotá y Santa Marta, esta última ubicada en la Costa Atlántica, a cargo de la
empresa estatal Ferrocarriles Nacionales de Colombia, FCN.
En 1969 , cuando terminaba de cursar quinto
de primaria en el colegio San Ignacio de Loyola, mi
padre samario Luis Miguel y los hermanos, una mujer, Marisa y cuatro hombres:
Juan Mauricio, Sergio, Jorge y yo, Luis Julián, honrado de tener el mismo primer nombre de mi papá. El mayor de mis hermanos contaba con 15 años, el menor de 7 (mi madre
ya había fallecido, muy joven, de 42 años de leucemia en el mes de febrero), hicimos
el viaje de Medellín a Santa Marta, en las vacaciones escolares de diciembre,
en el Expreso del Sol; viaje que tomó 24 horas. Íbamos ilusionados para visitar al abuelo paterno,
las tías y a los numerosos primos y primas costeños. El tren partió a las 8:00
de la noche, puntual, de la estación terminal de Cisneros en el viejo sector de
Guayaquil para llegar a Santa Marta al otro día, ya entrada la noche. (Eso si
no se presentaban averías o contingencias durante el trayecto).
En el Expreso del Sol había dos clases de coches de los pasajeros: primera y segunda clase. Nuestro padre nos compró
tiquetes de primera clase que incluían: una cabina con puerta corrediza con
cuatro literas, de color rojo, situadas frente a frente; sabanas y almohadas,
muy limpias, baño con lavamanos y sanitario al final del coche. Los de
segunda clase consistían de un pasillo central y un par de asientos a cada lado, también de color rojo. Nada de sillas ajustables, o sea que la
columna vertebral de dichos pasajeros debía resentirse bastante. Las sillas
carecían de apoyo para la cabeza. Los equipajes de mano se colocaban en el
compartimiento arriba de las sillas. El vagón de equipajes estaba colocado
después de la locomotora. Había, además, un coche restaurante donde se vendían
bebidas, refrigerios y comidas. Mi padre nos había aprovisionado muy bien para
el viaje. Llevamos agua embotellada, gaseosas en termos plásticos, fiambre y
mecato. En esos tiempos no existía la tecnología digital para escuchar música
que entretuviera el paso de las horas. Solo el placer de la conversación. En
cada estación donde paraba el tren era menester bajarse a vigilar que los
amigos de lo ajeno no se nos robaran las maletas del vagón de equipajes.
El tren iniciaba su marcha bordeando las orillas
del rio Medellín, se pasaba por los s del norte del Valle de Aburrá, Bello,
Copacabana, Girardota, Barbosa para entrar en las vegas del río Porce, por
Popalito, Santo Domingo, Pradera, Botero, Santiago hasta la estación del Limón,
en la boca del famoso túnel de la Quiebra, de 3.5 kilómetros de longitud,
terminado y puesto al servicio en 1929, fue dirigida por el ingeniero cubano Francisco Javier Cisneros. Cruzado el túnel,
se llegaba al municipio de Cisneros, Guacharacas, San José del Nus, Yolombó, Caracolí,
hasta arribar a Puerto Berrio, en el rio Grande de la Magdalena, el más
importante del país.
En Puerto Berrío el tren se detenía a esperar
el que venía de la Sabana de Bogotá para engancharlo y así poder continuar
hasta Santa Marta. Recuerdo que en el momento del enganche de los trenes me
estaba tomando un vaso de manzana Postobón y lo fuerte del golpe hizo que se me
regara la gaseosa en la camiseta y quedara toda empegotada por el resto del
viaje. La espera duró tres horas. Una
vez realizado el enganche cruzamos el imponente puente de pontones de concreto
y de estructura metálica sobre el rio Magdalena para tomar su margen derecha,
ya en el departamento de Santander. Cimitarra era el primer municipio de ese
departamento, situado en las selvas, aun inhóspitas y agrestes de los ríos Opón
y el Carare, seguían los municipios de Barrancabermeja y Puerto Wilches.
Pasamos luego al departamento del Cesar, por los municipios de San Alberto, San Martín, Aguachica, Gamarra, La Gloria, Pelaya,
Tamalameque, donde en sus calles se decía que salía una llorona loca, Chimichagua,
y sus playas de amor, Chiriguana, El Paso, Bosconia, El Copey Continuaba el tren por los municipios del
departamento del Magdalena, por el Banco, viejo puerto donde el maestro
y cantante José Barros decía que yacía
dormitando la piragua de Guillermo Cubillos, con 12 bogas con la piel
color majagua y el temible Pedro Albundia; después por los municipios de Guamal, San Sebastián de Buena Vista, San
Zenón, Santa Ana, Santa Bárbara, el Plato, la tierra del Hombre Caimán, que
se iba para Barranquilla, que comía queso, comía pan y tomaba tragos de ron y
era digno de admiración; Tenerife, Zapayán, Pedraza, Cerro de Santa Antonio, El Piñón, Pivijay luego
por los municipios de la Zona Bananera, dejando las orillas del rio
Magdalena, de Algarrobo, Fundación y
Aracataca, este último fue el lugar donde el escritor, Nobel de literatura, Gabriel García Márquez
pasó, en casa de su abuelo paterno el
coronel, retirado, sin pensión de vejez, Nicolas Márquez, combatiente de la Guerra de
los Mil Díaz, entre liberales y
conservadores (1899 – 1902), transcurrió
sus primeros ochos años de su vida, en compañía, también, de su abuela
Tranquilina Iguarán y sus tías. En dicho municipio existe el árbol de Macondo,
que dio nombre al pueblo de la novela Cien Años de Soledad. De Aracataca
seguían los municipios de Fundación y Ciénaga y, por fin, el anhelado destino
final de Santa Marta.
Entre los municipios mencionados aparecían
pequeños caseríos rivereños y calentanos con ranchos de paja: unos y techo de zinc otros,
desde allí sus moradores nos saludaban al paso del tren agitando sus
manos y los pasajeros extendían las suyas en respuesta amistosa. Sitios y
poblados muy diferentes a los que conocía en mi natal departamento de
Antioquia. A la salida y entrada de cada estación el maquinista del tren hacia
sonar varias veces las cornetas. Todas las
estaciones eran muy parecidas: constaban de un largo edificio con piso de cemento,
tipo bodega. con dos espacios, uno de sala de espera, con sillas de madera y un
par de ventanillas para la venta de tiquetes y otro espacio para guardar
equipajes y mercancías. Sobre el andén principal de abordaje pendía un ancho
techo a manera de cobertizo y en la mitad del edificio, en altura, un gran
reloj mecánico de engranajes, resortes y volante para indicar el paso de las
horas. En cada parada, se agolpaban bajo las ventanas de los vagones grupos de
vendedores/as que ofrecían variedad de frituras, dulces y frutas a los
pasajeros en sonora algarabía
Sentíamos calor, mucho calor húmedo se sentía por toda la
región del Magdalena Medio y la Zona Bananera del departamento del Magdalena. carecíamos de aire acondicionado. Solo un ruidoso ventilador en las cabinas de
primera clase. El calor se aminoraba con unos abanicos de papel y al tomar el
aire con la cabeza afuera por la ventanilla. En las curvas de la carrilera los
vagones del tren se inclinaban generando chispas y un chirrido estridente con
la fricción de las ruedas del tren con el hierro de los rieles.
El vaivén continuo del desplazamiento de los
coches por la carrilera acompañaba la modorra y el sueño frágil. Como
ejercicios de estiramiento de piernas en compañía de mis hermanos caminábamos
por los pasillos de los coches, de lado a lado. Veíamos todo tipo
de pasajeros: familias con hijos pequeños, hasta de brazos, con cestos de
comida, muchos niños y niñas de nuestras edades. Además encontrábamos parejas de personas mayores y grupos de estudiantes de bachillerato en
plan de paseo de grado. En esa época no se veían fueron personas con mascotas caninas. bastantes
fumadores, hombres y mujeres. No faltaban las pequeñas disputas con los
hermanos por ocupar el espacio de las literas para descansar y los regaños del
papá para calmarnos y poner orden.
Desde Fundación y Ciénaga podíamos ver las
majestuosas estribaciones de la Sierra Nevada de Santa Marta, la montaña más
alta del mundo a orillas de un mar. Alrededor de las 8:00 de la noche, después
de recorrer 4 departamentos, 41 municipios y 850 kilómetros, cansados y muy satisfechos, el tren hacia
entrada a Santa Marta donde nos esperaban nuestros familiares, el mar Caribe,
su bahía, la más hermosa de América, con su morro emblemático y faro,
las playas del Rodadero, las de Bahía Concha en el parque Tayrona, el paseo de
olla a los baños del rio Bonda, el viaje a la población de Minca, al inicio de la Sierra
Nevada, y a Taganga, corregimiento de Santa Marta, en esas fechas todavía un
típico pueblo de pescadores, al cual el Maestro Lucho Bermúdez le compuso un rítmico
porro cuya letra dice: Taganga, que bello es, Taganga tierra de amor,
Taganga bello su mar, Taganga embrujador, Taganga, lindo Taganga. La visita a la hermosa Quinta de San Pedro Alejandrino, donde el Libertador
Simón Bolívar murió en 1830, a sus escasos 47 años de edad. Parodiando la
conocida canción: Santa Marta, Santa Marta no tenía tranvía, pero si tenía
tren y por sus olas no moría.
Ya en Santa Marta se sucedían los encuentros
y las visitas a las casas de nuestros parientes caribeños. El abuelo y dos tías
tenían su casa a unos 50 metros del Paseo de Bastidas, a orillas del mar. Desde
las 9 de la mañana hasta las 5 de la tarde, en el crepúsculo colorido de todas
las gamas del rojo, del amarillo y del naranja, mis hermanos y yo pasábamos el
día construyendo castillos de arena y nadando en el mar con flotadores de plástico.
No existía el uso de bronceadores, ni protectores solares, ni gafas de sol, si
acaso una cachucha, una toalla y el vestido de baño. Del cáncer de piel, por
exposición excesiva y continuada del sol, nadie hablaba y menos de que lo
estábamos incubando para nuestra edad adulta. Solo salíamos de la playa a al
almorzar para luego regresar.
Disfrutábamos con gusto de la comida criolla costeña como la arepa de huevo, el
mote de queso, el suero costeño, el enyucado, las caramañolas con carne molida,
los bollos de yuca, de plátano, de maíz blanco, los
jugos de níspero costeño, de sandía con jugo de limón, los raspados de
hielo, los ceviches con frutos del mar, el sancocho de gallina con guarnición servida
en hojas de plátano y, por supuesto, el infaltable plato con pescado frito,
sierra, róbalo o pargo rojo, con patacones, limón, arroz con coco. bebíamos una helada gaseosa Kola Román. Todos platos deliciosos que nos preparaban las
tías y los primos en sus casas. Comidas que no teníamos en nuestra casa del
barrio Provenza, en el Poblado, de Medellín.
Rechazábamos con nuestros hermanos comer huevos de iguana. Al papá si le encantaban. Los
vendían en tenderetes en las calles amarrados y colgados con pitas. Para
sacarles los huevos cazaban a las iguanas y las rajaban por el vientre con un
cuchillo, sin anestesia, para extraerles los huevos y luego le cerraban la
herida, con ceniza, tierra o aserrín para después dejarlas morir. Algo horrible que aún se practica. Para mi padre no era ningún problema. Hacia
parte de una tradición cultural y sus gustos.
Al atardecer las tías y el abuelo abrían la
puerta de la casa, sacaban las mecedoras momposinas para recibir la brisa marina
al tiempo que saludaban a los vecinos y amigos del barrio, diciendo: Adiós, adiós. El abuelo paterno se llamaba Jorge
Salas Bustamante y era descendiente de un español de las islas canarias que emigro a
Cartagena y luego a Santa Marta a finales del siglo XIX era la encarnación viva
del personaje de la novela corta de Gabriel García Márquez, Gabo,
El coronel no tiene quien le escriba. El abuelo era delgado, de estatura
mediana, canoso, de piel trigueña. Vestía, en toda ocasión, de pulcra camisa
blanca, de mangas largas, pantalón de dril, color gris, del mismo color de su
sombrero de fieltro. Cinturón de cuero negro como sus zapatos y medias blancas.
Era pensionado de la Frutera de Sevilla, una empresa productora y exportadora
de banano a Estados Unidos, filial de la United Fruit Company de los municipios
de la Zona Bananera del departamento del Magdalena donde laboró como maquinista de tren. Le tocó presenciar la llamada
Matanza de las Bananeras en Ciénaga, en 1928, donde trabajó, además, un tiempo como
oficial auxiliar de la estación del tren. Contaba el abuelo Jorge que una vez
se encontró un fino maletín de cuero repleto de monedas de oro debajo del
asiento, olvidado por un pasajero y él, hombre honrado, de manos limpias, se lo
entregó a su jefe y éste, pies en polvorosa se voló con el tesoro y
jamás se volvió a saber de él. Una
historia para no creer, de puro Realismo Mágico garciamarquiano. Solía decir
que: No hay en mis novelas una línea que no esté basada en la realidad.
El abuelo era también gallero de oficio,
igual que el coronel de la novela. En el patio trasero del viejo caserón tenía
15 gallos finos de pelea, unos encerrados en pequeñas jaulas de anjeo y madera
y otros amarrados con cabuya en las columnas. Nos enseñaba como se pulían sus
espuelas. Animaban sus relatos el canto de los gallos El canto de los gallos era constante, no solo al amanecer sino todo
el día.
El abuelo nos llevaba a
presenciar las riñas de gallos a una gallera cercana a la casa a ver ganar o
perder las apuestas de sus gallos colorados y saraviados. ¡Todo un espectáculo!
Nadie mencionaba, entonces, el maltrato animal o la barbaridad de esta
costumbre. Y en esas invitaciones el abuelo Jorge nos compraba dulces, helados
y hasta billetes de un peso nos metía en los bolsillos del pantalón.
Para mí era una gran
figura. Se casó en matrimonio católico y tuvo siete hijos, cuatro hombres y
tres mujeres con la abuela Isabel Bermúdez, quien murió de una pulmonía antes
del invento de la penicilina, solía decir el abuelo. Al quedar viudo, tuvo otra relación sentimental de la cual se separó y engendró otros cuatro hijos, dos hombres
y dos mujeres.
Esta es otra historia Algo parecido le sucedió a mi padre Luis Miguel, quien se casó
en 1952, en primeras nupcias, con mi madre, Celmira Rodas, antioqueña, oriunda
del municipio de la Unión. Egresada de la Escuela Remington, quien laboraba
como secretaria en la firma Tracy y Compañía, importadora de maquinaria
industrial.
En esos tiempos no era algo muy común en Colombia el matrimonio entre
personas de procedencia de regiones tan distintas. Mi madre fue una mujer de
rasgos finos en su rostro, cuerpo armonioso y piel muy blanca. Mi padre de piel
muy trigueña. Al enviudar, se volvió a casar, en 1974, esta vez, con otra mujer
paisa, Celmira Pulgarín Ochoa, del municipio de Venecia, con quien tuvo un hijo
de nombre Cesar Alejandro. Madre y madrastra con el mismo singular y escaso
nombre de Celmira. Curiosa coincidencia de la vida. Mi padre perdió su acento
costeño, pero no su gusto y afición por la música tropical y en especial los
vallenatos clásicos del Maestro Rafael Escalona que solía escuchar en la
radiola de tubos New Yorker en la sala de la casa.
A los 19 años mi padre, una vez terminado el
bachillerato en el reputado Liceo Celedón de Santa Marta. donde fue el mejor bachiller de la promoción, lo apodaban la pequeña máquina, viajó a Medellín a estudiar
en la recién creada Facultad de Ingeniería Química de la Universidad de
Antioquia, la primera que se fundó en dicha universidad, donde fue el primer
alumno graduado de ingeniero en 1949; hecho que lo hizo sentir muy orgulloso
toda la vida. Sin familia en Medellín se sostenía dando clases de matemáticas en el Instituto Central Femenino CEFA. Ya con el título se vinculó a trabajar en las plantas de
producción de Cementos del Nare y Cemento Blanco de Colombia, en el municipio
de Puerto Nare, corregimiento La Sierra, a orillas del rio Magdalena donde
estuvo vinculado hasta 1968. Allí. también, en Puerto Nare, pasábamos
vacaciones de diciembre cuando éramos pequeños y recuerdo haber visto caimanes
y manatís en sus riveras. Mi padre, Lucho le decían sus hermanos y amigos, trabajó
después en Cemento Argos, Cementos El Cairo y Tolcemento, en el municipio de
Toluviejo, departamento de Sucre. Fue asesor en fábricas de cementos de Puerto
Rico, Panamá, Perú y Chile. Era un reconocido experto en la elaboración de
cemento. Ninguno de sus seis hijos salió
ingeniero. Yo, muy a su pesar y decepción, decidí estudiar Sociología en la
Universidad Pontificia Bolivariana de Medellín. En 1976, cuando cursaba mi
segundo semestre de carrera, a sus 54 años murió de un cáncer pulmonar.
Otro gran contador de historias era el tío
Jorge, que apenas curso estudios de primaria quien siempre se ganó la vida como
pescador con lancha propia de motor. Sabía de faenas de pesca, de corrientes
marinas, de vientos, tempestades, de elaborar redes, de donde eran los mejores lugares
para pescar, sabia el nombre de multitud de peces marinos, en todos sus
tamaños, formas y sabores. Estaban, también el tío Leopoldo, que estudio
Agronomía en la Universidad Nacional, sede Medellín, quien también casó con
mujer paisa y se radico en Palmira, Valle con su familia. El tío Roberto fue
ebanista y formó familia en Santa Marta Tenía su taller en su casa. Las tías,
Nena, la mayor de ellas que permaneció soltera, Blanca la del medio y María
Helena la menor, Ambas se casaron y tuvieron hijos. Hablaban con los mismos
modos y giros costeños de los personajes femeninos de los cuentos y novelas de
Gabo. Cuando íbamos con el papá a la playa de Bahía Concha, en el parque
Tayrona, se podían ver por la carretera el revoloteo incesante de multitud de
mariposas amarillas, como las que asediaban a Mauricio Babilonia cuando
cortejaba a la joven Remedios, la Bella, quien ascendió virgen al cielo
envuelta en sábanas blancas. A los
primos y primas les causaba mucha risa y hasta burlas el marcado acento paisa
de sus parientes antioqueños, y a nosotros él hablado rápido y entrecortado de
ellos.
Esas vacaciones diciembre de 1969 fueron las
primeras que nuestro padre y nosotros, sus hijos, pasamos sin la mamá. La
extrañamos mucho. Cómo nos hubiese gustado disfrutar de su presencia, compañía, abrazos y besos.
Para el papá fue muy reconfortante encontrarse y compartir ese tiempo con el
abuelo y los hermanos samarios.
Me he sentido muy afortunado de haber podido
crecer en medio de dos culturas y sociedades muy diferentes: la costeña, por el
lado de mi padre y la antioqueña por parte de mi madre. Una mezcla, una fusión
entre la arepa de maíz y la arepa de huevo. Esa diversidad de creencias,
costumbres, valores, modos de hablar y tradiciones le ha dado alegría, satisfacciones,
color y riqueza al curso de mi vida.
Este
viaje en tren, cuando era apenas un niño de 11 años, con mi padre y mis
hermanos, fue, pues, una experiencia inolvidable y maravillosa. El viaje de
regreso a Medellín no lo hicimos en tren sino en u un jet Boing 727 de Avianca,
época en la que aún era glamoroso y muy privilegiado subirse y volar en un avión.
Gratas vivencias y recuerdos de mi infancia. Qué bueno sería para las nuevas
generaciones el poder revivir y viajar en un tren como el Expreso del Sol de
pasajeros entre Medellín – Santa Marta – Medellín. Una bella y entretenida
manera de conocer la geografía, los paisajes, las regiones y la gente de
Colombia.
Luis
Julián Salas Rodas
Rionegro,
Antioquia
9
de marzo de 2024
Fuentes
bibliográficas:
Reminiscencias
y memoria del autor
Fotografías
del álbum familiar.
Mapas
de los departamentos de Antioquia, Boyacá, Santander, Cesar y Magdalena
Imágenes
de Internet
Wikipedia
REPORTE GRÁFICO
El Expreso del Sol de los Ferrocarriles Nacionales de Colombia - FCN
Foto:
Wikipedia
Estación
terminal de pasajeros de Cisneros en Medellín
Foto:
Wikipedia Commons
Estación
El Limón –Municipio de Cisneros - Departamento de Antioquia
Foto:
Turismo en Medellín
Entrada
al Túnel de la Quiebra antes de la estación El Limón – Departamento de
Antioquia
Foto:
Pinterest
Estación
Cisneros – Departamento de Antioquia
Foto: Wikipedia

Selvas
del río Opón y el río Carare – Departamento de Santander
Foto:
Universidad de Boyacá
Barrancabermeja. Puerto fluvial y petrolero a orillas del río Magdalena –
Departamento de Santander
Foto:
Blu Radio
Estación
de Aracataca – Departamento del Magdalena
Foto:
periódico el Heraldo
Bahía
de Santa Marta, el río Manzanares, a la izquierda de la foto, desembocando al
mar Caribe, al centro y al fondo el morro y el faro, el puerto de buques y la
masa rocosa de Punta Betín en al extremo derecho –Distrito de Santa Marta - Departamento
del Magdalena
Foto:
La Revista Actual
Bahía
Concha – Parque Tayrona – Departamento del Magdalena
Foto:
Alcaldía Distrito de Santa Marta
Playa
del Rodadero – Santa Marta – Departamento del Magdalena
Foto: kayak
Taganga – Corregimiento de Santa Marta – Departamento del Magdalena
Sierra Nevada de Santa Marta, con los picos Colón y Bolívar a 5.575 metros de altura – Departamento del Magdalena
Foto: Colombia Verde
Paisaje del corregimiento de Minca – Santa
Marta – Inicios de la Sierra Nevada de Santa Marta – Departamento del Magdalena
Foto:
Dreamstime
Charcos
del río Bonda – Corregimiento de Bonda - Santa Marta - Departamento del
Magdalena
Foto:
W Radio
Foto:
You Tube
Los abuelos paternos samarios: Jorge Salas Bustamante y Isabel Natalia Bermúdez Núñez
Mosaico de alumnos de sexto bachillerato del Liceo Celedón en 1942. Foto de mi padre
Luis Miguel, primera foto de izquierda a derecha. De lo 28 graduados solo una mujer.
Recorte de prensa: periódico El Colombiano
Foto
de mis padres, el de 26 años, ella de 24, en el día de su matrimonio, 1952
Foto:
álbum familiar
Fotos:
álbum familiar
Foto:
carátula de un disco – Corregimiento La Sierra – Municipio de Nare
Puerto Nare- Departamento
de Antioquia - Río Magdalena
FIN
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