¡Por fin, desperté al
mundo!
Luis Julián Salas Rodas
Aristóbulo Aramburo terminó presuroso la
tarea de secar y dejar reluciente, con su trapo rojo, la carrocería de uno de
los buses de la principal empresa de transportes de pasajeros y carga del
pueblo. Tenía prisa porque debía llegar a su morada a bañarse y cambiarse de
ropa para estar puntual a su clase de alfabetización en la Institución Educativa Manuel Mejía Vallejo. Una vez bañado y arreglado tomó en sus manos el
cuaderno de tareas. Miró con atención las planas que la maestra Fabiola había
puesto para hacer el fin de semana. La tarea estaba cumplida. Le gustaba el
trazo redondo de sus primeras letras. Ya distinguía muy bien la diferencia
entre las mayúsculas y las minúsculas. Se sentía orgulloso de escribir sin
salirse de las líneas y de no tener manchones en las hojas de su cuaderno de
tareas.
Las clases eran de 5 a 7 de la noche todos
los jueves y los lunes. De los 10 meses que duraba el curso ya habían
transcurrido la mitad del tiempo. Deseaba que no se terminaran las clases por
cuanto quería seguir aprendiendo nuevos conocimientos y disfrutar la compañía
de los y las compañeras del curso donde ya había establecido algunas amistades
más allá del aula de clases. Deseaba tener cuanto antes las prometidas clases
de aprender a manejar un computador y el celular. Aparatos que lo descrestaban
y quería saber cómo funcionaba.
Aristóbulo Aramburo solo tenía como familia a
Margarita, su abuela materna. Su madre, a la cual no conoció, fue una
prostituta que murió a los pocos meses de nacer él, de un cáncer mamario. Al
menos esa era la información que desde pequeño le había dicho su abuela. De su
padre, a excepción de su madre, tampoco lo conoció. Lo único que le comunicó su
abuela es que era un vendedor ambulante de los que se ganaba la vida vendiendo
sombreros de pueblo en pueblo. No tenía primos y primas porque, al igual que
él, tanto su mama como su abuela fueron hijas únicas. Así que solo tenía el
mismo apellido de ella y de su abuela, que ya se aproximaba a sus ochenta años
de vida. Un hijo natural según el Código Civil. En la partida de bautismo no
fue inscrito como hijo legítimo por cuanto no fue concebido bajo las normas del
matrimonio católico. Así, pues, Aristóbulo nació y creció con ese estigma
social y religioso. Por mucho tiempo quiso saber más de sus padres, pero no
pudo. Ni siquiera había una lápida en el cementerio con el nombre de su madre.
Intuía que entre su madre y su abuela no hubo una buena relación, pero jamás
ella le habló mal de su madre o manifestó algún rencor o resentimiento hacia ella.
Lo que, si se propuso, y puso siempre todo su empeño en ello, fue hacer de
Aristóbulo una buena persona, un hombre de bien, lo que no pudo con su hija
descarriada. La abuela, una fervorosa creyente, agradecía en sus oraciones a
dios el tener en su vejez la compañía de un nieto para paliar su soledad y, al
mismo tiempo, que le diera suficientes años de vida para que Aristóbulo fuese
mayor de edad y se valiese por sí solo.
Vivián en una de las veredas del pueblo, en
una pequeña casa, prestada, que antes había sido habitada por una familia de
agregados perteneciente a una finca cafetera. Por generosidad el dueño les
permitía ocuparla. La casa no contaba con energía eléctrica, cocinaban con
leña, el piso de cemento, paredes de bareque y techo de paja. La cocina y el
baño quedaban fuera de la casa. Lo que sí tenían en abundancia era agua que
recogían por gravedad de un nacimiento cercano.
Tenían una huerta de pan coger para el autoconsumo. La abuela se ganaba
la vida como aplanchadora en casas de familias pudientes del pueblo y de la
venta velitas dulces de coco que el nieto Aristóbulo vendía en las calles. En
las épocas de cosecha del café se ganaba un dinero extra como chapolera. Nunca
recibieron ayuda monetaria del Gobierno Nacional o de la Alcaldía. Lo que nunca le gustó fue su nombre, un
nombre tan raro que no tenía tocayo. Lo que no sabía Aristóbulo, ni nadie en el
pueblo, era el origen de su nombre:
provenía del griego y significaba el que tiene una voluntad noble y
que era también el nombre de Aristóbulo de Alejandría un ilustre filósofo
judío, seguidor del gran filósofo griego Aristóteles, que vivió en la ciudad
egipcia de Alejandría hacia el 150 A.C.
En la vereda en que vivieron nunca hubo una
escuela pública y las que había eran en veredas lejanas, razón por la cual
Aristóbulo nunca pudo recibir ningún tipo de educación formal y pública, menos
de su abuela iletrada.
Desde pequeño a Aristóbulo le gustaban los
buses tanto los de escaleras con muchos dibujos geométricos y de colores, como
los modernos de amplias ventanas y sillas reclinables. Aguardaba con alegría
los días de navidad y de su cumpleaños porque la abuela le daba de regalo un
carro, un camión o un bus de juguete.
Cuando terminaba de vender las velitas iba
siempre al lavadero de los buses, a la entrada del pueblo. Se quedaba viendo
como era el oficio de echar manguera, champú, cepillar llantas con detergente,
secar la carrocería, treparse al techo, aspirar las sillas, limpiar las
ventanas, desengrasar el motor, desmanchar y brillar la carrocería. Cuando se
percataba de que nadie lo veía se sentaba en el puesto del conductor y cogía el
volante con las dos manos, le daba vueltas, trataba de colocar los pies en los
pedales e imitaba con la boca el ruido del motor en imaginarios viajes. Eran
esos los momentos más felices del día. Y así, de tanto ir al lavadero se hizo
conocer de los conductores de buses, de los ayudantes, aquellos que cobraban
los pasajes a los pasajeros dentro del bus, y de quienes lavaban y alistaban
los buses. De vez en cuando algunos conductores de la flota le permitían ir
como acompañante en los viajes a Medellín. Esos ocasionales viajes eran para Aristóbulo todo un acontecimiento. Esperaba tener unos años más para poder
conocer a fondo la ciudad.

Aristóbulo siempre era el primero en llegar
al salón de clases para que la maestra Fabiola le revisara el cuaderno de
tareas. La maestra Fabiola Jiménez García tenía el título de normalista
superior. Por sus méritos había sido condecorada por la secretaría de educación
del departamento. Casada, madre de dos hijos adolescentes. Gozaba del aprecio
de los padres y madres de familia y de sus colegas de la institución educativa
por su entrega, responsabilidad, don de gentes y buen trato a sus alumnos. Se
sentía realizada. Feliz en su profesión de maestra de primaria, pero sentía que
era su deber dedicar tiempo y esfuerzos por la educación de adultos
analfabetas, pues sus abuelos campesinos así lo fueron. Al inicio de su
apostolado, como solía decir, lo hacia ella sola, con sus propios recursos. Una
vez al asistir a un curso de cualificación docente en Medellín hizo contacto
con el director de una Fundación que apoyaba proyectos de alfabetización de
adultos. El contacto fue efectivo. El director de la Fundación, un hombre joven
entusiasta y promotor de la educación popular le dijo si a su solicitud. Asignó
a la trabajadora social Johanna Vélez Martínez la coordinación del proyecto de
apoyo en dinero y materiales a la maestra Fabiola.
Luis Miguel Saénz Jaramillo era el director
ejecutivo de la Fundación Construir un Mundo Mejor. Desde el colegio mostro
siempre una inclinación por las humanidades y al terminar su bachillerato tenía
muy definido que lo quería ser en su vida era ser sociólogo y especializarse en
Ciencias Sociales, como efectivamente lo logró. Fue, además, profesor e
investigador, pero la verdadera realización profesional le llegó cuando lo
nombraron director ejecutivo. Ya estaba vinculado como profesional tallerista a
la Fundación lo que le permitió conocer muchos departamentos y municipios del
país en el trabajo con los maestros y profesores, en especial los que vivían en
zonas rurales lejanas y de difícil acceso. El impartía capacitación y asesoría
a ellos para crear Escuelas de Padres. Fueron, según sus palabras, los más
maravillosos años de su quehacer profesional. Le generaba una gran alegría
escuchar los testimonios de agradecimiento de sus alumnos expresados en la
clausura de los cursos por medio de cartas y tarjetas. De cada grupo se tomaba
fotos con los alumnos. Cartas, tarjetas y fotos que luego guardaba en un álbum.
Al llegar a la dirección de la Fundación,
luego del retiro de la directora, impulso crear un programa de alfabetización
de adultos logrando el apoyo económico de otras fundaciones nacionales y
extranjeras, siendo los maestros y profesores de las Escuelas de Padres los que
luego de su preparación y cualificación se encargaban de conformar grupos de
alfabetización en sus municipios. La Junta Directiva le aprobó el proyecto por
decisión de la mayoría. Decisión que no compartió uno de los miembros, quien
expresó: que alfabetizar personas adultas era botar la plata porque
el problema se resolvía solito con la muerte progresiva de esos viejos.
Al director le parecía escandaloso y una vergüenza
nacional que en el país aún hubiesen alrededor de 3.500.000 de personas mayores
de 15 años analfabetas, entre absolutos y funcionales. Siendo el porcentaje de
analfabetismo en las zonas rurales el doble que en las urbanas. Aún el país no
era un territorio libre de analfabetismo. Personas que por diversos motivos y
razones el Estado, la sociedad y las familias no les había dado el acceso al
derecho fundamental y constitucional a la educación. Negación que los
discriminaba y excluía de participar a plenitud en la vida económica, política
y ciudadana del país. Es más. Muchos de ellos se autoexcluían porque no se
sentían dignos, merecedores de respeto y consideración.
Así que se puso como misión proporcionar el
mayor número de oportunidades para restituir el derecho negado a la educación a
esa población. Alrededor de 6.000 personas ya habían logrado alfabetizarse;
hecho que lo llenaba de orgullo y satisfacción. Quería que fuesen más, pero los
recursos propios de la Fundación y la ayuda externa de otras organizaciones
eran limitados. Sentía Luis Miguel una deuda con la vida, con su familia y con
la sociedad de retribuir la oportunidad de haberse educado. Sentía, también, un
genuino imperativo ético de proporcionar desde la fundación oportunidades a las
personas iletradas que quisieran aprender a leer y escribir. Le gustaba asistir
a los actos de entrega de diplomas de las personas que terminaban los cursos de
alfabetización. Le emocionaba escuchar los testimonios de superación personal y
los cambios en la vida de ellos y sus familias. Tenía claro que para vivir en
un mundo mejor la clave estaba, primero, en la educación, en el cambio
personal y familiar.
Quince estudiantes, la mayoría mujeres, donde
Aristóbulo era el de menos edad, iniciaron el curso. Un número ideal para que
la maestra Fabiola pudiese dar un acompañamiento personalizado. No tuvo que
realizar convocatoria pública para promoverlo por cuanto conocía quienes en el
pueblo eran iletrados y podría interesarles participar. Aristóbulo fue el primero en inscribirse. Esa era la
oportunidad que estaba esperando desde chico. Sabía que por su edad ya no le
era posible asistir de alumno regular a la institución educativa donde enseñaba
la maestra Fabiola. En la primera reunión los acompaño Johanna para darles la
bienvenida en nombre de la Fundación y su director. Los felicitó por estar allí
y por querer superarse y aprender. Les hizo entrega de mochilas a cada uno de
los presentes con materiales didácticos, cuadernos, lápices, marcadores. La
maestra Fabiola les dio las indicaciones respectivas y los animó a persistir y
a no abandonar el curso. Llevó a cabo una ronda de presentación y cada uno de
ellos expresó sus deseos y expectativas para hacer el curso. Al final de la
reunión todos salieron alegres, agradecidos y con muchas ansias de recibir la
primera clase.
Un gran dolor y desamparo fue para Aristóbulo
el fallecimiento de su abuela Margarita. Un día, por la tarde, no despertó de
la siesta que realizaba después de hacer el almuerzo y preparar las velitas con
coco. Cuando se percató que no se movía ni respondía a sus llamados y a los
movimientos de sus manos sobre el cuerpo de la abuela, Aristóbulo tomo
conciencia de su muerte. Le cerró los ojos, cubrió su cuerpo con una colcha de
retazos que había tejido su abuela. Fue al jardín, cortó unas margaritas, la
flor preferida de la abuela, cruzó sus brazos sobre la colcha y puso el manojo
de margaritas entre sus manos. Besó su frente y rezó tres Ave María y el Dulce
Jesús Mio y la oración al Ángel de la Guarda como hacia todas las noches en
compañía de su abuela antes de acostarse. Y entre rezo y rezo, lloraba y se
secaba las lágrimas con un pañuelo bordado de la abuela. Cuando termino las
oraciones salió de la casa y se dirigió a donde la familia propietaria de la
vivienda para anunciarles el deceso de su abuela Margarita. Ellos lo acogieron,
lo consolaron y se encargaron de los trámites, el ataúd, y los costos del
funeral. A la misa y al cementerio acompañaron junto con sus compañeros del
lavadero de buses.
15 años acababa de cumplir Aristóbulo cuanto
falleció su abuela. No pudo resistir seguir viviendo en aquella casa, que la
familia benefactora le siguió ofreciendo para quedarse a vivir allí porque le
herían los recuerdos y las vivencias, que a pesar de la pobreza y las carencias
materiales fue feliz y amado por su abuela, la única pariente que conoció. Así
que recogió sus pocas pertenencias, su colección de carros y los objetos
queridos de Margarita. Alquilo un modesto cuarto en una pensión del pueblo.
Como no tenía vicios hizo ahorros y logró comprarse un televisor usado en un
almacén de compraventa para entretenerse en las noches Los ahorros le alcanzaron,
también, para comprarse un gran reloj de pulsera.
Como ya no era posible la venta de las
velitas de coco se dedicó por entero al oficio de lavar buses, carros y
camiones. Los compañeros solidarios le permitían trabajar más para que él
pudiese ganar lo suficiente para sus gastos personales, alimentarse, comprar
los artículos de aseo, la ropa y pagar el arriendo de la pieza. Los conductores
lo buscaban porque, entre todos los lavadores, era el que mejor se esmeraba por
dejar impecables los buses. Los sábados en la tarde jugaba parqués con sus
compañeros de trabajo. Los domingos asistía a misa, como solía hacerlo en
compañía de su abuela y después iba al cementerio a depositar un ramo de
margaritas en la tumba de ella. Flores que doña Amparo, la dueña de la única
floristería del pueblo le vendía a un bajo precio. A los nueve años hizo la
primera comunión. Tenía pendiente hacer la confirmación para poder recibir los
siete dones del Espíritu Santo. En su cuello portaba junto al escapulario de la
Virgen del Carmen, patrona de los reclusos y los conductores, una foto,
laminada, de su querida abuela. De su madre nunca vio una foto y mucho menos de
su desconocido padre. Y sin ayuda, ni consejo de nadie, fue superando con el
tiempo el dolor y la tristeza por la partida de su abuela.
A los quince años, en plena adolescencia
Aristóbulo, mostraba en su cuerpo un gran desarrollo físico. Una estatura
superior al promedio, anchas espaldas, manos grandes, una blanca y alineada
dentadura, una linda sonrisa, una voz gruesa y un incipiente bigote eran
notorios. Un mulato bien plantado fu el resultado de la herencia, la única, que
le dejó su padre desconocido. Aún no había tenido ninguna relación sexual pues
no tenía amigas y tampoco quería tener contactos con las prostitutas del pueblo
por ser hijo de una. Se sentía fuerte y resistía bien el esfuerzo físico que
implicaba su duro trabajo a la intemperie. No gastaba mucho dinero en la ropa
pues para lavar los buses solo se requería una camiseta, unas bermudas, unos tenis
y una gorra. El pantalón y la camisa de manga larga era para la misa del
domingo.

En una ocasión se enfrentó a puños con un
compañero por la prelación de un turno de lavado. Negro hijueputa e ignorante,
le gritó. La ira le dio más fuerzas para continuar la pelea, pero los otros
compañeros intervinieron y los separaron. Nunca antes lo habían ofendido de esa
manera. Ya calmado y en su pieza reflexionó. El agravio era cierto. En él se
reunían las tres situaciones mencionadas. No era ningún infundio o mentira.
Pero, qué culpa tenía el de su origen y condición? Ninguna. Y, entonces,
¿debía volver a responder con puños e ira la próxima vez que esto ocurriese? Se
prometió a sí mismo que eso no volvería a suceder porque de volver a hacerlo se
la iban a montar. Había motivos y circunstancias para ser un amargado, un
resentido social. pero no. El amor incondicional de su abuela y la fe religiosa
le daban la fortaleza necesaria para sobreponerse a la adversidad.
Las clases de alfabetización comenzaron faltando
un año para cumplir la mayoría de edad y con ello la posibilidad de tener su
cedula de ciudadanía con su firma, escrita de su puño y letra. Con cada clase
un nuevo conocimiento, una tarea más para hacer. Un logro. Otro paso adelante. Ya podía leer en voz alta y cada vez entendía
mejor las operaciones matemáticas básicas. También aprendía el manejo de las
finanzas personales. Además de la alfabetización cada mes venía el psicólogo de
la fundación y la trabajadora social a realizar visitas domiciliarias y
talleres de desarrollo personal y crecimiento. En ellos, junto a sus
compañeros, aprendió nuevas palabras como asertividad, autoestima, empatía,
respeto, dignidad, expresión de las emociones y los sentimientos. Los valores del respeto y la dignidad le impactaron bastante. El saber que todas las
personas por el solo hecho de nacer eran merecedoras de respeto y de
merecimiento propio le pareció un asunto de la mayor importancia. Qué si el
respetaba a los otros, los otros debían respetarlo a él también. Qué las
personas eran sujeto de derechos y obligaciones, en especial a disfrutar de una
vida digna. Y que las personas deben ser valorados por lo que son y no por lo
que poseen.
Por primera vez en su vida Aristóbulo supo lo
que era el valor de la amistad, el sentimiento de la fraternidad. Como no pudo
ir a la escuela tampoco pudo tener amigos de su edad. Fue un niño solitario.
Las clases de alfabetización le permitieron conocer y tratar otras personas
distintas a sus compañeros del lavadero de buses. Conoció a doña Berta una
abuela cuya motivación para alfabetizarse era aprender a leer para pasar más
tiempo con sus nietos y así poder leerles cuentos. Ella contó al grupo que
cuando le comunico a su familia que quería aprender a escribir y a leer le dijeron
que para qué hacer tal cosa a su edad, que lora vieja no aprende a hablar. Pero
ella persistió y cuando supo lo que significaba la dignidad les respondió que
ella no era un pájaro sino una persona con dignidad que merecía y exigía
respeto de los demás. Estaba don Hermenegildo, otro abuelo, padre de 7 hijos y
11 nietos, que se ganó la vida como arriero de mulas y nunca pudo ir a la
escuela. Su motivación era poder sentarse a leer los periódicos en el parque
del pueblo, tomándose sus tintos y enterarse de las noticias no solo por la
radio. También participaban del grupo Doña Ana, la abuela, Clara, su hija e
Isabel la nieta cuya motivación era poder iniciar un restaurante de comida
típica en el pueblo. Y doña Ruth, una mujer mayor, muy creyente, que deseaba
aprender a leer para poder leer la biblia sin tener que rogar a sus familiares
para que lo hicieran por ella. Y así, cada uno de los 15 alumnos tenían una
motivación propia para alfabetizarse y dejar de ser iletrados. Cada uno de
ellos daba una pequeña cuota mensual a la maestra Fabiola para costear los
refrigerios. Organizaron turnos para el aseo y orden del salón después de
terminar cada clase. El curso de alfabetización incluía, además alfabetización
digital por medio de los celulares. Así que desde el principio del curso
Aristóbulo, de la misma manera que hizo con la compra del televisor y el reloj,
empezó a ahorrar para tenerlo listo para cuando la maestra Fabiola empezara a
enseñarles a usar las aplicaciones. Todos sus compañeros del lavadero tenían celulares
prepagos, menos él. Ya había aflojado mucho la mano y era capaz de escribir
tanto con letra pegada como con la letra separada. Dos veces la maestra Fabiola
lo había hecho pasar al tablero para escribir en él y para leer en voz alta al
grupo. Y pudo controlar los nervios y salió muy bien.

Un fin de semana, el sábado y el domingo por
la tarde salió con un cuaderno y un bolígrafo por las calles del pueblo. Las
recorrió todas. Y en cada acera, con el cuaderno y el bolígrafo apoyado en la pared
fue escribiendo el nombre de cada calle con su respectiva nomenclatura, así
como los avisos de cada negocio, tienda, bar, restaurante, taller y almacén.
Llenó el cuaderno. Estaba muy feliz y orgulloso de haber terminado la tarea que
el mismo se impuso. Ya podía orientar a los turistas del pueblo cuando le
solicitaran información sobre una dirección. El martes siguiente llevaría el
cuaderno para mostrarlo a la maestra Fabiola y a sus compañeros.
Empezó a ir a la biblioteca de la casa de la
Cultura. Recorría los estantes y leía el lomo de cada libro. Sentía mucho
interés y curiosidad por los libros de geografía, donde había ilustraciones y
mapas de los países que desconocía que existieran. Sacó el carné de la
biblioteca y se llevaba libros para leer en sus ratos libres y en la noche en
su pieza. Cada vez veía menos televisión y leía más. Se estaba convirtiendo en
un devorador de libros, en un lector compulsivo.
El tiempo fue pasando y la maestra Fabiola
puso fecha para la finalización del curso. Les anuncio que el director de la
Fundación, la trabajadora social y el psicólogo vendrían a la clausura y
entregarían a cada uno de ellos el diploma que los acreditara que habían
terminado a satisfacción el curso de alfabetización. Iba a ser, pues, un evento
muy especial y era necesario prepararlo y organizarlo muy bien. A la ceremonia
de graduación podían asistir los familiares. Ella ya había elaborado un
presupuesto que incluía la compra de una torta, refrescos y un pergamino de
agradecimiento a la fundación. La abuela Ruth, su hija Clara e Isabel la nieta
se ofrecieron hacer la torta. Una torta grande que alcanzara para todos los
asistentes. La maestra Fabiola dijo, también, que uno de los participantes
debía de escribir unas palabras de cierre del evento. Aristóbulo fue el primero
en levantar la mano. Todos estuvieron de acuerdo que fuera él quien en nombre
del grupo escribiera y pronunciara esas palabras. La maestra Fabiola, siempre
tan creativa y recursiva, había conseguido apoyo económico del Club de los
Rotarios y del gerente de la flota de buses para realizar un paseo de dos días
a Medellín, con ella y sus alumnos, a conocer el Museo de Antioquia, la
Universidad de Antioquia, El planetario, el Parque Explora y el Jardín
Botánico. Al enterarse de esta sorpresa que les tenía la maestra Fabiola los
alumnos aplaudieron y gritaron jubilosos.
Aristóbulo se acercó a la profesora Fabiola
para pedirle que le diera algunos consejos para escribir las palabras. La
maestra, por supuesto le dijo que con el mayor gusto. Tres semanas le tomó a
Aristóbulo escribirlo. Escribió varios borradores y se los fue mostrando a la
maestra Fabiola que lo corregía y le daba sugerencias para irlo mejorando en
cada versión. Fue todo un reto para él. Como reto iba ser el leerlo en público,
lo leyó varias veces, en voz alta, ante su maestra quien lo escuchaba con
atención y le indicaba la entonación y las pausas que debía hacer en cada párrafo.
Llegó el esperado día de la graduación. Un
jueves a las dos de la tarde en el auditorio de la Institución Educativa Manuel
Mejía se dio inicio de la ceremonia. Los alumnos llegaron vestidos con sus
mejores trajes, lo mismo que sus familiares. Aristóbulo acudió estrenando
camisa larga, pantalón de dril y mocasines de cuero. Estuvo en la peluquería de
doña Sonia para que le motilaran el cabello, le recortaran el bigote y le
arreglaran las uñas de las manos. Quería estar lo mejor presentado puesto que la
ocasión así lo ameritaba.
La maestra Fabiola lucía muy elegante. El
auditorio fue decorado con bombas de colores y carteleras con fotos y trabajos
de los alumnos. En la mesa principal, cubierta con un mantel blanco, adornada
con flores, estaban escritos en un cartón los nombres y apellidos del director,
de la trabajadora social, del psicólogo, del rector de la institución
educativa, de la maestra Fabiola y de Aristóbulo en representación de los
alumnos. Se colocó una jarra con agua y vasos de vidrios al lado derecho de los
cartones. En una mesa auxiliar colocaron la torta, los refrescos, los platos,
los tenedores y los vasos de plástico y las servilletas. La Corporación de
Escuela de Música del pueblo se unió al evento prestando, sin costo alguno, el
micrófono, los parlantes y el atril. Todo estuvo organizado al detalle.
A la
hora indicada inició el evento. La primera en tomar el uso de la palabra fue la
maestra Fabiola. Saludo a los asistentes y a cada uno de sus alumnos con su
nombre. Los felicitó por su cumplimiento y esfuerzo durante los 10 meses que
duró el curso en el que ninguno desertó. Agradeció al director de la Fundación,
a el psicólogo y a la trabajadora social por su apoyo y acompañamiento.
Concluyó anunciando la buena noticia que el próximo año iba a empezar un nuevo
grupo de alfabetización con el respaldo de la Fundación porque con la voz a voz
de sus alumnos, varias personas se animaron a leer y a escribir. Un gran
aplauso fue la respuesta de los asistentes. A continuación. habló el director
de la Fundación Construyendo un Mundo Mejor quien también felicito al grupo y a
la maestra Fabiola por el entusiasmo y la responsabilidad que demostraron
durante el curso. Dijo, además, que siempre estuvo muy informado de los avances
y logros de cada uno de los participantes del grupo y que la Fundación estaba
dispuesta a apoyar todos los grupos de alfabetización del municipio hasta que
se pudiera decir que era un territorio y una población libre de analfabetismo.
De nuevo el público aplaudió. El director le pasó a la maestra Fabiola un sobre
con el recibo de una transferencia bancaria a su nombre. Era una bonificación
especial dado a ella en reconocimiento a la culminación exitosa del curso de
alfabetización. La maestra abrió el sobre y miró el recibo. Se sonrió y dio una
mirada de aceptación y agradecimiento por este inesperado reconocimiento. Luego hablo el rector de la institución
educativa. En el orden del día seguían los testimonios de los alumnos. Uno a
uno, de pie fueron hablando. La primera en hacerlo fue doña Berta quien expresó
que no solo había aprendido a leer y escribir y las operaciones matemáticas
básicas. Había mejorado su relación con los nietos con la lectura de los
cuentos, y que, además, con los talleres de desarrollo y crecimiento personal
recibidos dejó de regañar tanto y echar cantaleta por todo. Y otra cosa más
dijo: ya no me deje a volver a ser engañada con las vueltas de las compras en
las tiendas. Luego habló don Hermenegildo. Había logrado el respeto y la
admiración tanto de su familia como de sus amigos por demostrar que podía leer,
de corrido, los periódicos en el parque. Doña Ana, en nombre de su hija Clara y
su nieta Isabel expresaron que ya se
sentían en capacidad de abrir el restaurante de comidas típicas. Al terminar los
testimonios de los alumnos, la maestra Fabiola y anuncio a los asistentes las
palabras de Aristóbulo.
Aristóbulo se puso de pie y se dirigió al
atril. Levantó un poco el micrófono. Sacó del bolsillo de su pantalón el
discurso. Desdobló las tres hojas y las puso sobre el atril. Miró primero a las
personas de la mesa principal y luego al público en general.
Con voz pausada, pero clara y firme inició la
lectura del texto, escrito en primera persona:
Buenas tardes. Un saludo y un agradecimiento
muy especial a nuestra querida y admirada maestra Fabiola por su dedicación y
paciencia para enseñarnos a leer, a escribir, a sumar, multiplicar, restar,
dividir y a usar el celular. Por mantener el ánimo y el deseo de superación en
cada uno de nosotros para permanecer en
el curso y no tirar la toalla. A mis compañeros y compañeras mis felicitaciones
más sinceras. Un abrazo les extiendo. Saludos, también, al señor rector de la
institución educativa, Ovidio Guzmán Mejía, al señor director de la Fundación
Construyendo un Mundo Mejor, Luis Miguel Saénz Jaramillo, a la señora Johanna
Jiménez García, trabajadora social, al señor Raúl Velásquez Gómez, psicólogo,
gracias por todo el apoyo y acompañamiento que hiso posible llevar a cabo este
curso. A los familiares de los compañeros y compañeras gracias por estar aquí y
compartir la alegría de la graduación.
Muchos de ustedes saben quién soy yo y a que
me dedico para ganarme la vida honradamente. Saben que no conocí a mi madre, ni
a mi padre. Que viví y crecí en una de las veredas más alejadas del pueblo con
la única compañía de mi abuela materna Margarita hasta que falleció hace tres
años de un infarto, en su cama, sin ningún sufrimiento. Gran dolor y soledad
sentí por su partida inesperada. No tuve educación formal porque en la vereda
no había escuela, ahora sí la hay, como si la tuvieron otros niños y niñas de
mí edad.
Siendo analfabeta la abuela se inventaba
historias que de pequeño me contaba antes de dormir. Ella, con su dulzura, con
su buen trato, con su amor me formó en valores para la vida. Cuanto quisiera
que aún viviera y estuviera aquí, presente en este acto de graduación. Creo que
se hubiese sentido muy feliz y orgullosa de los logros de su nieto.
(Al
recordar a su abuela le tembló la voz, Carraspeo un poco, inhalo más aire y
tomó un sorbo del vaso con agua que estaba en el atril. El recinto en
total silencio. El público conmovido por el relato de vida de Aristóbulo)
Han sido estos 10 meses del curso los más
felices de mi aún corta vida. Además de conseguir nuevos amigos, de comprender
el significado de las palabras impresas, de leerlas, de escribirlas, de dominar
las operaciones matemáticas, de sentarme y teclear frente a una pantalla de
computador y aprender a usar el celular no solo para hacer llamadas sino para
enviar mensajes de texto y conocer de cualquier tema. Aprendí con mis
compañeros que hay otros valores, además de los que me enseño mi abuela. Por,
ejemplo el de la Dignidad, que todas las personas por el solo hecho de nacer
merecen ser valorados y respetados. Que las personas analfabetas, como lo
éramos nosotros, también teníamos dignidad y derechos humanos.
Tengo que hacerles otra confesión: mi mayor
deseo y anhelo, desde chiquito, es el de llegar a ser conductor de buses de la
flota del pueblo. Sabía que siendo analfabeta no podía conseguir la licencia de
conducción y que seguiría, de por vida, en el oficio de lavador de buses. Ahora
sé que mi sueño se puede convertir en realidad. Me sentiría muy realizado el día
en que pueda portar el uniforme y el carné, con mi foto, de la flota, hacer el
primer viaje a Medellín ya no como pasajero sino como conductor. El señor
gerente de la flota me dijo que me va a ayudar a pagar parte de los costos del
curso de la escuela de conducción, pero antes tengo que validar la primaria y
el bachillerato, porque es un requisito obligatorio para tener la licencia de
conducción y hacer parte de los conductores de la flota de buses del pueblo-.
Somos varios los compañeros que queremos seguir aprendiendo y el año entrante
vamos a matricularnos en los programas de validación del Ministerio de
Educación con el apoyo de la maestra Fabiola.
Otro deseo que tengo en la vida, después de
ser conductor de buses, es enamorarme de una mujer, casarme, tener hijos, una
familia y porque no, nietos y nietas que alegren mi vejez y a los que pueda
escribirles y leerles cuentos en las noches antes de acostarse como hacia mi
abuela conmigo siendo niño.
La próxima semana cumplo 18 años. Llegó a la mayoría
de edad. Me sentiré ciudadano con mi cédula y de esa forma votar en las
elecciones por los candidatos que más me gusten. Muchas cosas maravillosas me
han ocurrido en este último año y otras más, estoy seguro, también llegarán.
Atrás quedaron la envidia, la rabia, la vergüenza, las humillaciones, los
insultos. las discriminaciones. las
frustraciones. Es que antes de aprender a leer y escribir yo vivía como
dormido, pasmado, ante la realidad que me rodeaba y abrumaba; pero, ya no
porque por fin desperté al mundo. Hoy es el inicio de una nueva vida
para mí.
Gracias,
gracias, gracias.

Al terminar su discurso todos los asistentes
al acto se levantaron de las sillas y le dieron un nutrido y largo aplauso.
Dobló las tres hojas del discurso y las puso en el bolsillo trasero del
pantalón. Recibió los abrazos de felicitación de los invitados especiales y
volvió a su lugar en la mesa principal. Lagrimas empañaron sus ojos. Eran
muchas emociones juntas para un solo día. Los aplausos. El poder estar sentado
allí con personas tan importantes, los abrazos, los primeros que recibía fuera
de los muchos que le dio la abuela, recibir el diploma que decía que ya no era
una persona analfabeta sino una persona letrada. Luego la maestra Fabiola y los
invitados especiales empezaron a entregar los diplomas que acreditaban la
culminación del curso de alfabetización a los a los alumnos. En un sobre
plástico, para protegerlos de su deterioro, les fue entregado a cada uno su
diploma, escrito en letra de estilo con el logo de la institución educativa y
el de la Fundación Construyendo un Mundo Mejor, con su firma de la maestra al
lado de la del señor director. Junto al diploma recibieron de la Fundación una
antología de cuentos de escritores famosos. Después del saludo de mano, los
alumnos hicieron una fila de frente al público mostrando con orgullo y alegría
el diploma entre las manos. Muchas fotografías fueron tomadas por los
familiares. La del grupo de alumnos con el diploma y todos quisieron tomarse
más fotos con la maestra Fabiola, el rector, el director ejecutivo y el equipo
de la Fundación y con los familiares. Terminada la sesión de fotos, la abuela
Ana, junto a su hija y nieto empezaron a partir la torta de tres pisos adornada
con flores y frutas de mazapanes y repartir los refrescos a los asistentes. En
la ceremonia también estuvieron la presentadora y el camarógrafo del canal
local de televisión. Entre los entrevistados estuvo, por supuesto, Aristóbulo.
Él un humilde lavador de buses iba a salir en el informativo del canal. Tendría
su cuarto de hora de fama. Otro motivo más para sentirse alegre y
orgulloso.
En un momento de la reunión, antes de
finalizar el evento, el director de la Fundación se aproximó a Aristóbulo que
estaba rodeado y conversando con sus compañeros del lavadero. Se dirigieron a
un extremo del auditorio. El director volvió a felicitar, en forma efusiva, a
Aristóbulo. Le dijo que le había gustado mucho sus sentidas palabras de su
discurso y que tanto la trabajadora social como el psicólogo lo tenían al tanto
de su entusiasmo y progresos como alumno. Lo animó a continuar la validación de
la primaria y el bachillerato y a lograr la anhelada licencia de conducción. Le
prometió regresar al pueblo cuando ya estuviera vinculado como conductor de la
flota de buses y portara su uniforme. Llamó a Johanna, la trabajadora social,
para que le tomara una foto abrazado con Aristóbulo. Así lo hizo y se las
envío, por WhatsApp, a sus celulares.
El director le preguntó a Aristóbulo si sabía
el origen y significado de su nombre. Aristóbulo le respondió que no. Que
siempre le había parecido un nombre muy feo, que hasta pena le daba. El
director le dijo que no debía ser así, que por el contrario debía sentirse
orgulloso de tenerlo pues provenía del griego y significaba el que tiene una
voluntad noble y que era también el nombre de Aristóbulo de Alejandría un
ilustre filósofo judío que vivió en la ciudad egipcia de Alejandría hacia el
150 A.C. Al oírlo Aristóbulo abrió los ojos y se llevó las manos a su cabeza
como señal de asombro. El director continuo la explicación y le dijo que él
hacía honor a su nombre porque con su palabra y sus acciones demostraba a sí
mismo, y a los demás, poseedor de una recia voluntad y nobleza. Otro motivo más
de alegría para Aristóbulo en este día memorable. Se despidieron con un fuerte
abrazo. Aristóbulo regresó al auditorio a reencontrarse con sus compañeros del
lavadero. Ellos le tenían una invitación a comer en uno de los mejores
restaurantes del pueblo como una atención y reconocimiento a su diploma.
El director, Johanna y Raúl dieron adiós de
la maestra Fabiola, del rector, de los alumnos y de los asistentes al acto. Se subieron a la camioneta del director
para el regreso a Medellín y comentaron de todo lo acontecido y de lo satisfechos
que se sintieron durante el desarrollo del curso. Al director de la Fundación
le quedo resonando en la cabeza una frase del emotivo discurso de Aristóbulo: Por
fin, desperté al mundo. ¡Qué frase tan contundente, tan certera! Y, sí. Si
la Fundación que el dirigía tenía como misión Construir un Mundo Mejor,
lo primero que tenían que hacer las personas y las familias era despertar al
mundo. Sonrió complacido y se dijo a sí mismo. Gracias, muchas gracias
Aristóbulo Aramburo.
Ilustraciones: Pablo Emilio Castaño Yepes